No hay disciplina más inútil que la teología. La ingente cantidad de elucubraciones que la protagonizan intentan averiguar la mente de un dios que ella misma dice que es inalcanzable; dirigen a los fieles a través de los caminos y designios de ese dios que ella afirma ser inescrutables pero, paradójicamente la Iglesia se convierte en experta de lo desconocido sabiendo más que nadie lo que es Dios y lo que no es; lo que quiere de nosotros y lo que no quiere y cuándo los acontecimientos de nuestra vida son fruto de su voluntad o no lo son.
Mientras el pueblo permanecía indocto, la Iglesia no tuvo dificultades a la hora de adoctrinarlo por medio de lo que G. Puente Ojea llama meandros teológicos que contentan a los pocos exigentes. Pero con la llegada de la era de la ciencia y el predominio de la razón —único camino para la obtención del conocimiento— los malabarismos argumentales de los teólogos no sólo no resisten los embates de la lógica, sino que deben enfrentarse a la cruda realidad de los resultados propiciados por la nueva exégesis imparcial de investigadores e historiadores comprometidos con la verdad.
Mientras que la Iglesia dispone de teólogos y los reúne junto con toda su jerarquía en concilios para dirimir grandes dudas; mientras que esas dudas han estado presentes a lo largo de toda su historia dando lugar a herejías y sectarismos provocando persecuciones y tormentos a los que disentían de la oficialidad ortodoxa, ¿no es extraño que Dios no dejara bien claro lo que realmente quería de sus hijos, en lugar de dejar en manos de unos escritores, llamados evangelistas, que ni se pusieron de acuerdo en lo esencial, ni supieron concretar la voluntad divina en un montón de escritos ambiguos, confusos, contradictorios, lejos de la claridad, de la concisión y precisión propios de un dios que pretende darnos unas directrices?
La existencia de un dios como el que postula la Iglesia Católica ataca directamente la dignidad del ser humano que es convertido, en contra de su voluntad, en un esclavo sufriente de una autoridad, que por ser quien es, no debería necesitar —al ser perfecto— ningún tipo de vasallaje. Los hombres que se someten voluntariamente a una autoridad divina ignoran que la dignidad humana está por encima de cualquier dios, cuya existencia —si fuera el caso— no le permite, bajo ningún concepto, tener derecho sobre lo que él ha creado al constituir —tal pretensión— el mayor abuso de poder imaginable. Sólo la condición de ignorante, inherente en el hombre primitivo, podría justificar la creación de una idea tan maquiavélica como injusta; y al hombre moderno le corresponde barrer de la mente a un ser que tantos sufrimientos y desgracias le ha supuesto, en contra de ningún beneficio.La necesaria existencia de Dios, en contra de su contingencia, debería dar como resultado un ser razonable al que se pudiera acceder por la razón humana; mas no hay mayor contradicción, a la luz de una mente lógica, que la idea de un ser perfecto con necesidades, de un dios omnisciente que necesita de la oración para saber lo que queremos; de un dios bondadoso que permite el mal; de un dios todopoderoso que para solucionar sus propias imperfecciones tiene que enviar a su hijo para subsanarlas…de un dios tan irracional, que sólo la irracionalidad de la fe puede hacer posible su existencia.
Fuente: Bernat Ribot Mulet (Sin Dioses)
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